El grafitero ha dado en el blanco cuando sugiere con dos únicos elementos la marca registrada: La cruz cristiana. Podría aplicarse el cuento cualquier gabinete de publicidad y aprender cómo un logotipo aguanta el paso de los tiempos por muy contrarios al producto que sean. Me río yo de las tormentas de ideas en una sofisticada sala con sillas de diseño soportando culos perfumados de publicistas a pleno rendimiento.
La cruz se agarra a la pared como al infierno y no la borra ni el demonio más bestia, aunque se deje las uñas de cabrito en el intento. Vamos, que el grafiti no salta ni con agua bendita.
La permanencia de la Iglesia católica en la historia es indiscutible. Su capacidad de transformación es lenta pero inexorable y de plastilina. Un pilar del edificio infinito es la redención. Si cometes cualquier exceso terrenal, no hay problema: una constricción y resuelto el viaje al paraíso.
Otro pilar es el poder económico acumulativo como la usura que guarda y no gasta.
Y otro, que no el último, es el miedo al juicio final y al infierno que todo lo pone en su sitio para el gran orden moral.
Los demás pilares, más pequeñitos pero igual de necesarios son los creyentes que soportan el peso del tiempo sin que flaqueen sus brazos.
Así se crea una marca y lo demás son estupideces. Fruslerías.
A propósito: un policía dijo a un medio local al intentar atrapar al grafitero que, al escaparse corriendo, vio en su mano un spray rojo y en su cuerpo una negra sotana...