Huelo la pared llena de "afiches" e intento dirigir la antena de una televisión en blanco y negro para poder ver la final del mundial de fútbol de este año 1978.
Mi padre abre la taquilla del cine AGUADO en los límites de Petrer. El barrio de "la Frontera" empieza a crecer. O eso es lo que parece. Entre descampados e incertidumbres, la población humana agita sus frentes hacia un futuro plagado de deseos y miedos, pero va al cine a ver sesiones triples que despiertan el sueño negro sumergido de un tiempo forzoso.
Estoy bastante perdido mientras aparecen los primeros billetes de cinco mil pesetas y mi mundo se reduce bruscamente a mi barrio, preñado de inquietud e ilusión.
Ese día nadie pagó la entrada de cine con un billete de cinco mil.
Drácula, King-Kong y varios pistoleros de Almería enfundados en polvo, bebían Mirindas en el bar del cine. Luchaban por escapar de todos los sitios sombríos, como el vecindario. Como mi vecindario, castigado por el esfuerzo que ahora deberíamos agradecer o casi reverenciar.
Nunca vi funcionar el cine de verano pero existía y me colaba antes de abrir las puertas del cine de sala tapada para sentir a solas y en cualquier butaca la emoción que imponen los tesoros perdidos. En aquella pantalla iluminada por el sol de junio, proyectaba las películas nunca filmadas de mi mente pura, ingenua y confundida.
También había sitios de misterio. Como las escaleras que llevaban a la sala de proyección, donde máquinas incomprensibles llenaban de magia la pared en blanco y los corazones en rojo.
Y personajes como "Oto" (el tirador de películas) se mantenían distantes y omnipotentes, allá arriba donde el ojo cuadrado lanzaba chorros de luz cegándonos con su feliz materia narrativa.
Los papelitos a miles inundaban el campo de juego y Mario Kempes, con aquellas piernas larguiruchas y aquellos pantalones demasiado cortos, metía goles para que Argentina ganara el mundial.
Cuando acababa de ayudar a mi padre en la venta de entradas, corría hacia la sala a vivir una sesión de miedo, fantasía o acción, donde el kung-fú, las pistolas y el amor desconocido se confundían en una atractiva y extraña salsa tan líquida como grumosa.
El sonido de los puñetazos sobre mandíbulas huecas de actores tirando a desconocidos se enriquecía con los crujidos de las pipas, kikos y bocatas masticados por infantes dientes careados.
Despertábamos a un mundo nuevo sin más armas que la risa, la furia y el deseo. Se encendían las luces y quedaba el cine sucio y vacío, pero volvíamos a casa llenos de fantasía satisfecha para el resto de la semana. Con los sueños fortalecidos y ratificados. Sueños que más tarde debían romperse hasta que no quedara ni uno solo en pie. Pero todo a su tiempo.
DÍAS OSCUROS
La barbarie de haber nacido:
Una vez llegué de golpe a la calle Castilla, en la planta baja de casa de mis abuelos donde ahora se levanta un edificio de venta de muebles.
Pude comprobar tempranamente el olor del desarraigo, la brutalidad, la tristeza y el daño de un mundo en el que para desenvolverse es necesario capacidad, valentía y fortaleza, todo aquello de lo que iba a carecer.
Dejé a mi madre al borde de la muerte y sigo en ello. Nunca le he agradecido su protección equivocada, su perseverante error. No ha entendido que esto no me gusta, que no estoy hecho para esto porque muy de niño constataba el rechazo (mutuo) que me daba la vida, a pesar de vivir en un sitio mínimamente digno, donde la gente sólo trataba de sobrevivir dándole sentido a un deseo de prosperidad, ajenos con conciencia o sin ella al gran dolor de un mundo que produce espanto; injusto, falso y henchido de enfermedad y muerte.
El primer gesto que hago al nacer, aunque mi madre lo niegue, es una mueca de disgusto.
Ahora sé que los goles que metía Argentina a Holanda se oían a pocos metros del estadio, en las salas de los presos políticos, pero los gritos de los torturados no se oían en las gradas.
Sus lamentaciones me dejan sin motivos para las mías. Quizá todo se reduce a una profunda decepción íntima debido a una voluntad fragmentada y débil. De pequeño, al competir en carreras de vallas, no las llegaba a saltar, las partía con la frente una tras otra.
Atemorizado ante un crecimiento dudoso, la idea del suicidio me atrajo con la belleza de su pose como héroe, pero difícil es ser lo que no se es.
Siempre he sido flaco, de piernas larguiruchas y culo huido. Pero mis penas no son nada comparadas con las que soportan otras personas de este y otros pueblos que, a pesar de todo y ahí radica su grandeza, intentan ser felices. Montan sus proyectos de vida sobre las brasas de la ruina, levantándose con el sol acompañándole en su luminosidad. Sonríen, lloran y aman para que al final de sus días, la tierra les sea leve.
Ilustraciones de DAVIA